Al verse multicolor, brillante y divertido, el ají limo intentó volar, pero rápido entendió que no era un picaflor, aunque provocaba sucumbir ante su sabor y textura. Deseos ardientes de entregarle todo como pétalo de flor o miel de fruta madura, que quiere ser disfrute en los labios, antes de caer al pasto.
Cuando aceptó que su misión era encender los labios y provocar un beso, convertir lo insípido en agradable, darle vida a lo que está pálido, se sintió diferente, útil -más allá del color -y se tranquilizó. Dejó de alardear de sus colores y permitió que su aroma se entrenara en la modestia, en la sutileza del sabor, para no ser invasiva; sin embargo, para ser requerida en cualquier circunstancia y ser la mejor compañera de aquel que navegará por el paladar del rústico o delicado. Del niño o la niña, de aquel que quiere un beso pero no sabe cómo pedirlo.
El ají limo no envidia el tamaño y la intensidad del rocoto, le deja la función de ser el grande y llamativo. Temido. Tampoco compite con el ají charapita y su fama de Don Juan de los labios y paladares que exploran el exotismo, de su capacidad de contener la respiración durante buen tiempo, para después volver a sentir aire, volviendo a la vida. Ese delicioso juego de sentir el picante y disfrutar de una sopa caliente. Juego excitante, una práctica necesaria antes de explorar el cuerpo.
El ají limo se entrega totalmente, solo, y sin adornos, también se deja amar con un poquito de sal o unas gotas de limón, del limón chiquito, limón peruano que le da sentido al cebiche y que es esencia del Pisco sour.
El ají limo brilla y no es el Sol, es el deseo en forma y color.
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